REVISTA G&E nº41. A tener en cuenta

Carlos Delgado Mayordomo


Una voz desobediente
Desde mediados de los años ochenta la producción de Elena Jiménez viene transitando por un sendero complejo: el de una obra gráfica afirmativa y al mismo tiempo interrogante; lo primero porque sus investigaciones siempre han concluido en la afirmación rotunda de las posibilidades expresivas, comunicativas y poéticas del medio; lo segundo porque estas conclusiones surgirán de la deconstrucción analítica de los propios procesos gráficos, lo que se ha traducido en una expansión formal y en una hibridación técnica a través del uso de herramientas de impresión digital, fotografía, pintura, escultura o dibujo. En este sentido, las habituales mecánicas de estampación no son un punto de partida a superar, sino una estructura a partir de la cual reflexionar sobre la vigencia y versatilidad de los procesos gráficos en el lenguaje visual contemporáneo.
Consciente de que el grabado, como toda disciplina artística, estuvo y está en continuo proceso de transformación, Elena Jiménez establece ya un afán experimentador desde sus años de formación, momento en el que empieza a desarrollar proyectos vinculados con la gráfica contemporánea: collages tridimensionales e intervenciones espaciales que llevan su trabajo más allá de la especificidad tradicional del soporte. A estas primeras elaboraciones pronto se sumarán otras, como las fotografías intervenidas o los frascos de cristal estampados con textos tampograficos, que revelarán el interés de la artista por cuestionar los modos habituales de elaborar la obra gráfica y de flexibilizar sus modos de apreciación. Pero este trabajo con los límites técnicos, formales y conceptuales juega un papel más lúcido que un mero cuestionamiento de la pureza del medio; en este sentido, la obra de Elena Jiménez apuntará desde sus inicios hacia una reflexión más allá de lo estético para plantear preguntas acerca de la propia identidad de un objeto artístico mediado por los tópicos que delimitan el concepto de obra gráfica. Así, indagará sobre la posibilidad de que ésta pueda ser objetual y única en piezas como Muestra de agua (2001), y que fue portada del catálogo de Generación 2001. Lejos de constituirse como una simple opción estética, la operación desarrollada por la artista en este trabajo significó un profundo cuestionamiento de las ideas de registro, soporte, permanencia y serialidad.
Plantear la gráfica no ya como un fin en sí mismo sino como componente activo de una propuesta artística en expansión está también en la base de Ángel por un día, proyecto comisariado por Carmen Fernández y seleccionado por Víctor del Campo en la sección Tentaciones de la feria Estampa 2001. Configurada como una pieza procesual en la que el elemento gráfico (unas alas de ángel estampadas) no permanece inalterable sino transformado por el comportamiento del público, su resultado se concretó en doscientas polaroids donde cada individuo se configuraba a sí mismo como un determinado tipo de ángel a través de la selección de diversos objetos simbólicos.


Detrás del componente lúdico que atravesaba la acción, Elena Jiménez reflexionaba sobre la posibilidad de establecer otro tipo de serialidad basada en nuevos códigos de reciprocidad entre la gráfica y un espectador activo. Ese mismo año, en la exposición Rosal de Narciso en la galería Carmen de la Guerra, investigó la estampación sobre materiales cuyo carácter reflectante incorporaba la presencia del espectador –efímera y sutil– a la composición de la obra. Entre el registro y el recuerdo, entre la perduración y el instante, ambos proyectos vehiculaban el interés de Elena Jiménez por establecer lo participativo como elemento central de su discurso: el artista, trascendido en un proyecto, seríamos ahora todos aquellos que nos acercamos a la obra y participamos de su construcción.
La exposición Gulliver, realizada en el año 2005 en la sala El Brocense de Cáceres, supuso otra vuelta de tuerca a la relación del espectador con la obra plástica. Como en el libro de Jonathan Swift, la artista mantenía en suspenso la relación lógica entre la mirada y el lugar, sometidos ambos a un juego imposible de decrecimiento que alteraba las proporciones y, por tanto, la posibilidad de establecer una cartografía uniforme. El conjunto, compuesto por pinturas e impresiones digitales, reflejaba un paisaje dialéctico, anti-narrativo y anti-retiniano, que ponía en cuestión la idea de una naturaleza determinada por un significado único. Javier Maderuelo ha señalado que el paisaje no es lo que está ahí, ante nosotros, sino que es “un concepto inventado o, dicho de otro modo, una construcción cultural. El paisaje no es un lugar físico, sino una serie de ideas, sensaciones y sentimientos que elaboramos a partir del lugar”. Elena Jiménez parte también de una consideración de paisaje como constructo que solo se llega a configurar cuando una determinada realidad física o territorial se impregna de una mirada subjetiva. Y la suya es una mirada dislocada, en constante situación de desconcierto y a partir de la cual no se puede comprender la totalidad del espacio habitado. Pero esta herida en la lógica relacional con el entorno es, sobre todo, un audaz modo de desjerarquizar la mirada del hombre ante la geografía inabarcable de lo real, tal vez como única posibilidad de evitar nuestra deriva ante una naturaleza inmensa y poderosa.
Tras su aventura en Liliput, el heroico Gulliver es abandonado frente las playas de un reino de gigantes. Elena Jiménez nos trasladará, ya en 2007, hacia este nuevo espacio, llamado Brobdingnag, y que de nuevo condensa la idea de un mundo que ha desmantelado las jerarquías tradicionales que nos ayudan a relacionarnos cómodamente con el entorno. Las manos de la artista se convertirán en uno de los principales motivos iconográficos de la serie: sobredimensionadas, con actitud demiúrgica, serán las encargas de seleccionar, recortar y decontextualizar imágenes extraídas de diversos momentos de la historia del arte. Así, “El lisiado” de Ribera, la “Eva” de Durero, el “Retrato ecuestre del Conde Duque de Olivares” de Velázquez o “El matrimonio Arnolfini” de Van Eyck, entre otros iconos de nuestro imaginario visual, serán robados y reducidos a un perfil de interioridad neutra. Un saqueo que no debe ser entendido como una acrítica estética referencial e historicista, sino como una lúcida reflexión acerca de una concepción del arte engullida por la linealidad clasificatoria de la historia, aparentemente agotada en la búsqueda constante de lo nuevo y condicionada en su recepción estética por un panorama de inusitada densidad visual. La estrategia de Elena Jiménez sería, pues, analizar los modos en el que el discurso institucionalizado sobre el arte determina las vías afectivas de relación con el Otro y proponer, desde la vinculación con su propio discurso, nuevos códigos de interpretación. La autora proyecta constantemente luces y sombras en sus personajes apropiados, les coloca máscaras y luego las retira; su lectura parte de la solidez del icono mitificado para finalmente hablar de la complejidad psíquica del ser humano en un entorno, como el actual, determinado por la violencia de un sistema social que nos clasifica, ordena y limita.
Una vez desviados y deslocalizados, aquellos perfiles humanos que habitaban las grandes “obras maestras” de la historia del arte, quedan a expensas de una nueva ubicación y de nuevos sentidos. Este será el punto de partida conceptual de Patchwork, exposición realizada en la Sala del Palacio Pimentel en Valladolid en 2009, donde la mezcla de imágenes suponía la reactivación semántica de los elementos implicados: así, sobre el material impreso de los espacios culturales para publicitar sus exposiciones, la autora incorporó serigrafías, xilografías e impresiones digitales que daban lugar a narraciones alternativas, posibles y contrafácticas. De este modo, cada obra resultante encerraba acontecimientos, personajes e ideasinventadas pero amparadas por el estatuto de veracidad que actualmente parece asumir cualquier imagen publicitaria. En cierto sentido, esta mezcla heteróclita realizada a partir de trabajos reutilizados y elementos gráficos, pictóricos, digitales y fotográficos, va a atravesar los últimos trabajos de la artista, en una ruta nómada que la llevará de Nueva York a Londres, de Berlín a Madrid, en un proceso constante de recopilación, captura y reinterpretación de los materiales encontrados. Creación, lugar, desplazamiento, identidad y memoria serán las palabras que definan un trabajo inscrito en los procesos de la metacultura global, y donde la acumulación de imágenes revela la compleja relación entre la individualidad y un entorno urbano domesticado.
La necesidad de cuestionar aquello que está detrás de toda pretensión de verdad y de generar nuevas posiciones de sentido para lo real está en la base de La sombra desobediente, amplio proyecto que resume los principales hitos conceptuales, formales e iconográficos que hemos ido desgranando a lo largo de este texto: iconografía apropiada, recontextualización, gráfica expandida, hibridación, patchwork… En definitiva, un deseo por revelar una obra comprometida con la visualidad contemporánea de parte de una autora para quien los procesos gráficos funcionan como territorio fronterizo a partir del cual entender la creación desde una infinita multiplicidad.


REVISTA G&E nº41. A tener en cuenta

Carlos Delgado Mayordomo


Una voz desobediente
Desde mediados de los años ochenta la producción de Elena Jiménez viene transitando por un sendero complejo: el de una obra gráfica afirmativa y al mismo tiempo interrogante; lo primero porque sus investigaciones siempre han concluido en la afirmación rotunda de las posibilidades expresivas, comunicativas y poéticas del medio; lo segundo porque estas conclusiones surgirán de la deconstrucción analítica de los propios procesos gráficos, lo que se ha traducido en una expansión formal y en una hibridación técnica a través del uso de herramientas de impresión digital, fotografía, pintura, escultura o dibujo. En este sentido, las habituales mecánicas de estampación no son un punto de partida a superar, sino una estructura a partir de la cual reflexionar sobre la vigencia y versatilidad de los procesos gráficos en el lenguaje visual contemporáneo.
Consciente de que el grabado, como toda disciplina artística, estuvo y está en continuo proceso de transformación, Elena Jiménez establece ya un afán experimentador desde sus años de formación, momento en el que empieza a desarrollar proyectos vinculados con la gráfica contemporánea: collages tridimensionales e intervenciones espaciales que llevan su trabajo más allá de la especificidad tradicional del soporte. A estas primeras elaboraciones pronto se sumarán otras, como las fotografías intervenidas o los frascos de cristal estampados con textos tampograficos, que revelarán el interés de la artista por cuestionar los modos habituales de elaborar la obra gráfica y de flexibilizar sus modos de apreciación. Pero este trabajo con los límites técnicos, formales y conceptuales juega un papel más lúcido que un mero cuestionamiento de la pureza del medio; en este sentido, la obra de Elena Jiménez apuntará desde sus inicios hacia una reflexión más allá de lo estético para plantear preguntas acerca de la propia identidad de un objeto artístico mediado por los tópicos que delimitan el concepto de obra gráfica. Así, indagará sobre la posibilidad de que ésta pueda ser objetual y única en piezas como Muestra de agua (2001), y que fue portada del catálogo de Generación 2001. Lejos de constituirse como una simple opción estética, la operación desarrollada por la artista en este trabajo significó un profundo cuestionamiento de las ideas de registro, soporte, permanencia y serialidad.
Plantear la gráfica no ya como un fin en sí mismo sino como componente activo de una propuesta artística en expansión está también en la base de Ángel por un día, proyecto comisariado por Carmen Fernández y seleccionado por Víctor del Campo en la sección Tentaciones de la feria Estampa 2001. Configurada como una pieza procesual en la que el elemento gráfico (unas alas de ángel estampadas) no permanece inalterable sino transformado por el comportamiento del público, su resultado se concretó en doscientas polaroids donde cada individuo se configuraba a sí mismo como un determinado tipo de ángel a través de la selección de diversos objetos simbólicos.


Detrás del componente lúdico que atravesaba la acción, Elena Jiménez reflexionaba sobre la posibilidad de establecer otro tipo de serialidad basada en nuevos códigos de reciprocidad entre la gráfica y un espectador activo. Ese mismo año, en la exposición Rosal de Narciso en la galería Carmen de la Guerra, investigó la estampación sobre materiales cuyo carácter reflectante incorporaba la presencia del espectador –efímera y sutil– a la composición de la obra. Entre el registro y el recuerdo, entre la perduración y el instante, ambos proyectos vehiculaban el interés de Elena Jiménez por establecer lo participativo como elemento central de su discurso: el artista, trascendido en un proyecto, seríamos ahora todos aquellos que nos acercamos a la obra y participamos de su construcción.
La exposición Gulliver, realizada en el año 2005 en la sala El Brocense de Cáceres, supuso otra vuelta de tuerca a la relación del espectador con la obra plástica. Como en el libro de Jonathan Swift, la artista mantenía en suspenso la relación lógica entre la mirada y el lugar, sometidos ambos a un juego imposible de decrecimiento que alteraba las proporciones y, por tanto, la posibilidad de establecer una cartografía uniforme. El conjunto, compuesto por pinturas e impresiones digitales, reflejaba un paisaje dialéctico, anti-narrativo y anti-retiniano, que ponía en cuestión la idea de una naturaleza determinada por un significado único. Javier Maderuelo ha señalado que el paisaje no es lo que está ahí, ante nosotros, sino que es “un concepto inventado o, dicho de otro modo, una construcción cultural. El paisaje no es un lugar físico, sino una serie de ideas, sensaciones y sentimientos que elaboramos a partir del lugar”. Elena Jiménez parte también de una consideración de paisaje como constructo que solo se llega a configurar cuando una determinada realidad física o territorial se impregna de una mirada subjetiva. Y la suya es una mirada dislocada, en constante situación de desconcierto y a partir de la cual no se puede comprender la totalidad del espacio habitado. Pero esta herida en la lógica relacional con el entorno es, sobre todo, un audaz modo de desjerarquizar la mirada del hombre ante la geografía inabarcable de lo real, tal vez como única posibilidad de evitar nuestra deriva ante una naturaleza inmensa y poderosa.
Tras su aventura en Liliput, el heroico Gulliver es abandonado frente las playas de un reino de gigantes. Elena Jiménez nos trasladará, ya en 2007, hacia este nuevo espacio, llamado Brobdingnag, y que de nuevo condensa la idea de un mundo que ha desmantelado las jerarquías tradicionales que nos ayudan a relacionarnos cómodamente con el entorno. Las manos de la artista se convertirán en uno de los principales motivos iconográficos de la serie: sobredimensionadas, con actitud demiúrgica, serán las encargas de seleccionar, recortar y decontextualizar imágenes extraídas de diversos momentos de la historia del arte. Así, “El lisiado” de Ribera, la “Eva” de Durero, el “Retrato ecuestre del Conde Duque de Olivares” de Velázquez o “El matrimonio Arnolfini” de Van Eyck, entre otros iconos de nuestro imaginario visual, serán robados y reducidos a un perfil de interioridad neutra. Un saqueo que no debe ser entendido como una acrítica estética referencial e historicista, sino como una lúcida reflexión acerca de una concepción del arte engullida por la linealidad clasificatoria de la historia, aparentemente agotada en la búsqueda constante de lo nuevo y condicionada en su recepción estética por un panorama de inusitada densidad visual. La estrategia de Elena Jiménez sería, pues, analizar los modos en el que el discurso institucionalizado sobre el arte determina las vías afectivas de relación con el Otro y proponer, desde la vinculación con su propio discurso, nuevos códigos de interpretación. La autora proyecta constantemente luces y sombras en sus personajes apropiados, les coloca máscaras y luego las retira; su lectura parte de la solidez del icono mitificado para finalmente hablar de la complejidad psíquica del ser humano en un entorno, como el actual, determinado por la violencia de un sistema social que nos clasifica, ordena y limita.
Una vez desviados y deslocalizados, aquellos perfiles humanos que habitaban las grandes “obras maestras” de la historia del arte, quedan a expensas de una nueva ubicación y de nuevos sentidos. Este será el punto de partida conceptual de Patchwork, exposición realizada en la Sala del Palacio Pimentel en Valladolid en 2009, donde la mezcla de imágenes suponía la reactivación semántica de los elementos implicados: así, sobre el material impreso de los espacios culturales para publicitar sus exposiciones, la autora incorporó serigrafías, xilografías e impresiones digitales que daban lugar a narraciones alternativas, posibles y contrafácticas. De este modo, cada obra resultante encerraba acontecimientos, personajes e ideasinventadas pero amparadas por el estatuto de veracidad que actualmente parece asumir cualquier imagen publicitaria. En cierto sentido, esta mezcla heteróclita realizada a partir de trabajos reutilizados y elementos gráficos, pictóricos, digitales y fotográficos, va a atravesar los últimos trabajos de la artista, en una ruta nómada que la llevará de Nueva York a Londres, de Berlín a Madrid, en un proceso constante de recopilación, captura y reinterpretación de los materiales encontrados. Creación, lugar, desplazamiento, identidad y memoria serán las palabras que definan un trabajo inscrito en los procesos de la metacultura global, y donde la acumulación de imágenes revela la compleja relación entre la individualidad y un entorno urbano domesticado.
La necesidad de cuestionar aquello que está detrás de toda pretensión de verdad y de generar nuevas posiciones de sentido para lo real está en la base de La sombra desobediente, amplio proyecto que resume los principales hitos conceptuales, formales e iconográficos que hemos ido desgranando a lo largo de este texto: iconografía apropiada, recontextualización, gráfica expandida, hibridación, patchwork… En definitiva, un deseo por revelar una obra comprometida con la visualidad contemporánea de parte de una autora para quien los procesos gráficos funcionan como territorio fronterizo a partir del cual entender la creación desde una infinita multiplicidad.